Blog creado por neonatólogos y enfermeras de la Unidad de Neonatología del Hospital Universitario Príncipe de Asturias

EL NACER LITERARIO


CONFÍA

¡Qué ganas de conocerla, de brotar, de salir! Casi tantas como las que tiene ella. La he visto estos días más conectada, más amorosa, también diferente…y hoy, la cosa se ha desmadrado. Sabe que algo muy importante va a pasar pero lo que ignora es que va a hacer la gesta más importante que un ser humano puede realizar: dar vida. Va a ser mamá y se ha preparado por todo lo alto. Ha hecho la preparación al parto, ha escrito hasta un plan, ha vuelto a ver a sus amigas que ya tienen bebés, se ha empapado de todo lo que cuentan y me atrevería a decir que ha leído como hace tiempo. Todo eso hace que yo esté a flor de piel casi, en la punta, al borde…quiero subir (palabra algo rara pero es la que usan mis hermanas), que me vea bien amarilla y decirle “No temas… ¿Ves? Aquí estoy. Claro que podías”. Pero no me puedo adelan-

Ups…¡qué agitación! ¡que nos vamos! ¡Que ya la cosa ha empezado a tomar forma! Tras seis horas en dilatación, pasamos a la sala de expulsivo, ¡Ay, madre! nunca mejor dicho eso de “madre”.  Que ya vamos a conocer a la pequeña. Estoy muy nerviosa, ¡qué responsabilidad! Yo voy a ser la que la alimente, la que la reconforte…¡Qué ilusión! Adiós cordón umbilical. Ahora llego yo.

Al final, ha ido todo muy rápido. Casi no me he dado cuenta. Ahora, ya está la pequeña sobre su piel, reptando casi. Yo intento mostrarme para potenciar el olor y que me encuentre. Sus labios comienzan a separarse y a moverse como si fueran los de un pez, tragando aire. Se estrenan así en este mundo. Se abren un poquito solo y ¡ay! hacen daño a su mamá. Ella se inclina ligeramente, como recolocándose. ¡Allá van de nuevo! Lo vuelven a intentar pero no atinan. Ella ha leído que no debe meter el pecho en la boca sino que es el bebé el que ha de coger el pecho. Toma aire y se repite las frases que le dijeron “el pezón debe apuntar a su nariz”, “ombligo con ombligo” y…¡bingo! Los labios la enganchan. Ella cierra instintivamente los ojos pero, en cuestión de segundos, los labios se hacen mantequilla y el pezón escurridizo se resbala sin pudor. Yo sigo ahí, en la puerta del pezón, dispuesta a venir a su rescate pero hay algo que me frena. La pequeña, comienza a agitarse en el seno de su madre, a llevar la cabeza de izquierda a derecha, como dando tumbos. Si yo pudiera ayudarla…pero mientras tanto, la mamá, empieza a sentir calor, a agobiarse y a cada gemido de su pequeña, su mente sólo trae palabras que ha escuchado en estos meses y que poco ayudan, la verdad: “los pezones planos te van a jugar una mala pasada”, “con lo flaquita que tú eres, a ver si tienes leche”, “llévate al hospital estas pezoneras y cremas porque la lactancia duele”, “a ver si tú puedes, porque a mí se me cortó”…Y el sudor de esta ansiedad se torna en lágrimas que se quedan en los ojos, como resistiéndose a asumir que algo puede fallar. 

En ese momento, un ángel llegó a aquella sala y nos transmitió una paz que marcó la diferencia. Era matrona, dicen. Para mí, humana. Posó las manos sobre sus hombros, a modo de tímido abrazo, pero sentido. Los párpados de la mamá entonces sintieron libertad para cerrarse y dejar vía libre a la emoción contenida y llorar. Sólo ahí, con todo el respeto del mundo, colocó al bebé de manera un poquito más realista, menos forzado tipo libro y le dijo: “Ahora. Confía: en ti y en tu bebé. No estás so-“y en ese preciso instante, broté y la pequeña se enganchó. Ella me vio y dijo “que sí que tengo leche” y a modo de broma, me escapé suavemente de esos labios para que quedara tranquila, acariciando su piel. Y entonces yo asumí el mensaje también: “Eres tan rica como las demás. Confía. No estáis solas”. 

Sylvie Riesco Bernier

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Y LLEGASTE…


Con esa tibia mano
acuno cada día centinela tu sueño
y ando hoy
como madre
tejiendo la telaraña
con hilos y sombras
que mecen en un compás inocente tus pasos.


Es la luz perfecta, hijo
cristalina acaso
la estela apasionada que te guía.


y es el bosque plagado de ramas
quien sostiene tu alma
y es el fuego enarbolado
el que aprisiona el calor al mover tu piel intacta.


¡Espérame!
Espérame mientras sueñe el universo
¡piénsame!
piénsame en tu presente
aun cuando yo ya esté ausente
y ten fe
pues viviré en tu memoria habitada


caminando


asida


momento a momento
en tu sigilo
en tus miradas


recreando recuerdos oportunos del vientre
gestante


recuerdos del nacido ser
envuelto en vida.


E.D. S.

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Mis soles

A mi sol:

El 13 de marzo de 2010 mi sueño se hizo realidad,
me convertiste en mama y rebosaba felicidad,
eras muy pequeñita y con cara de viejecita,
pero pronto te pusiste muy bonita.

Abuelos, tíos y el primito estaban encantados,
pero con los lloros a tus papis nos tenías agotados,
aun asi me sentía muy dichosa
por tenerte a mi lado, mi niña preciosa.

Creciste y te convertiste en una niña maravillosa,
muy graciosa, espabilada y reboltosa,
el pino y volteretas haces fenomenal
y jugando juntas lo pasamos genial.

Ainhoa te quiero, te adoro mi niña

Mamá 


A mi solecito:

Eres mi hija pequeñita 
y cada dia estas mas bonita
eres un encanto
y por eso te quiero tanto.

Eres mi cuchufleta
y juntas nos lo pasamos teta,
eres una princesita
y me encanta ver tu sonrisita.

El mejor regalo que he tenido
es que Ainhoa y tu hayais nacido,
en mama me habeis convertido 
y muy dichosa me he sentido.

Los cuatro una familia hemos formado
y muy bien lo hemos pasado,
teneis mi corazon ocupado 
y muy feliz estoy a vuestro lado.

Elsa, te adoro, te quiero mi niña

Mamá 


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Te quiero

Con casi y añito y medio, me dijiste te quiero por primera vez.
Es imposible describir el amor que desbordaste en mi, con tu pequeña lengua de trapo, "te
queeeeeero, te eroooo, te querooo, te quierooo".
Fue la primera vez. De tantas. Supongo que nos dirás cientos de te quieros antes que a tus
amigas y amigos, y luego a tus novios. Supongo que nunca querrás decir lo mismo cada vez
que las pronuncies. Seguramente irán acompañadas de otras emociones además de amor;
miedo, ansiedad, recelo o curiosidad.
Pero estoy casi segura que jamás volverás a decir te quiero con tanta pureza de amor. Lo sé
porque cuando he oído tu pequeña vocecilla has partido en mil pedazos todo mi mundo. Has
parado los relojes, has detenido las estaciones y han colisionado millones de mariposas entre
nosotras. Eres tan bonita...
Pero como te decía, volverás a decir te quiero a muchas personas en tu vida, oirás decirte te
quiero a muchas más, y aun así nunca jamás sabrás de lo que hoy te estoy hablando, de la
dimensión que toman esas palabras en mi corazón, hasta que dentro de muchos años las
escuches tú misma de otras pequeñas lenguas de trapo que llenen tu corazón.

Te amo pequeña.

                                                                       MAR. 
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Pequeña marinera

Mi niña de nariz chata,
De ojos negros
De pelo rizado
De labios gruesos
Llevas en tus párpados toda la paz del mundo,
Todo el amor que cabe en dos corazones que laten,
Toda la felicidad de la que me colmas,
Todo el miedo de una madre.
Emana de tu sonrisa la inocencia,
La bondad de papá,
La seguridad de mamá,
La pureza.
Brilla en tus ojos tu inteligencia
La infinita curiosidad por descubrir,
Esa chispa que me enseña tu mundo,
Sin prejuicios, sin planes, sin prisas.
Crecerás,
Y pisarás fuerte donde yo no pude,
Y me harás llorar de orgullo,
Mujer fuerte.
Crecerás,
Y vencerás en mil batallas
Que yo un día,
Di por perdidas.
Crecerás,
Y entonces serás tú la que me enseñe
A llevar tacones altos
Y que resuenen tus pasos.
Crecerás,
Pero cualquier día del mes de marzo
Vendrás con tus tacones rotos

Y yo te cogeré en mis brazos.

                                                 MAR. 

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El privilegio de nacer. Badra Aliyah

Fara está feliz y contenta, entra en el Hospital de Alcalá junto a Najib, su pareja desde el “gran viaje”, como a estos dos marfileños les gusta llamarlo; a pesar de todas las calamidades que sufrieron, fue el viaje que les unió y el que les permitió alcanzar sus humildes sueños de trabajo, paz y por su puesto, amor. 
No es su primer embarazo, el anterior se malogró frente a la costa de Almería. Su tristeza fue mayúscula. Cuando lo cuenta, sus amigas españolas no logran entender el dolor de la pérdida de un bebé fruto de una salvaje violación. Pero así es ella, generosa, en todo su ser.
Badra es una bebé un poco perezosa, no quiere salir y sigue engordando dentro de mamá, pero el tiempo ya ha cumplido de sobra y es momento de provocar el parto. En menos de una hora, ya están dentro, en la sala de dilatación. Najib la mira, esta vez sus ojos no destilan miedo sino una ternura infinita, pero su mente le juega una mala pasada y una lágrima comienza a resbalar por su mejilla. ¡Qué distinto este momento de aquel de zozobra en la barca! Aquella luna estival, que ella se concentraba en mirar, cuando aquel otro bebé pugnaba por salir sin conseguirlo. Muy difícil, muy doloroso. El mar la acunaba y mientras se mecía, agotada perdía la consciencia. Lo que vino después solamente pudo soportarlo gracias a la mano poderosa y cálida de Najib, su compañero de barca, que permaneció a su lado envolviendo la suya como el que envuelve un pajarillo recién caído del nido.
Con un grito gutural de la enorme Fara, como el lamento de sus ancestros por todos sus hijos muertos en guerras fraticidas y ahogados en egoísmo occidental, Badra viene al mundo. Rompe a llorar desconsolada, siempre duele perder el refugio acogedor del cuerpo que la albergó más de 9 meses. Pero Silvia, la matrona que les asiste, la deposita en el pecho de mamá y entonces Badra dedica a Najib y a Fara una primera mueca que podría calificarse de sonrisa y acto seguido, instintiva y torpemente, succiona sin llegar a alcanzar el pezón, en un cuerpo y un alma que siempre serán suyos.
Para Fara no hay rastro de molestia o dolor, solamente plenitud, es un momento mágico, piel con piel con Badra, el cosquilleo del movimiento de sus manitas en su pecho, las respiraciones que se acompasan, los débiles y furtivos espasmos del ser que quiere adaptarse al nuevo medio. Y entonces Fara y Najib juntan sus frentes y junto a su pequeña, vibran simultáneamente con el vínculo eterno del milagro de la vida.


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A MI PEQUEÑA:
Esta noche te has despertado llorando, 
eran las tres de la madrugada cuando 
te he escuchado llamarme, “mamá tengo miedo” me has dicho, y me has abrazado tan fuerte como has podido, te he llevado
 a mi cama, te he rodeado con mis brazos y te has vuelto a dormir sin soltarme la mano, el miedo se ha ido solo con un abrazo...
 y no he podido evitar pensar....
Ojalá nunca te sientas sola.
Ojalá nunca tengas que sufrir.
Ojalá nunca te rompan el corazón.
Ojalá nunca te desprecie alguien a 
quien quieres.
Ojalá pudieses ser siempre feliz.
Ojalá los brazos de mamá pudiesen 
ser mágicos toda tu vida y todo lo 
malo se fuese solo con un abrazo, 
igual que el miedo se ha ido 
esta noche.
Pero la vida a veces es dura y cuando 
te hagas mayor vas a tener que ser 
fuerte princesa, mucho más que yo. 
Vas a tener que tomar tus propias decisiones, te equivocarás en algunas, 
otras dolerán...así funciona esto. 
Pero voy a poner todo mi empeño en enseñarte y transmitirte que la única 
forma de ser feliz es ser TÚ, con tus 
virtudes que son infinitas y tus defectos, 
que aunque yo no los vea, los tendrás. 
Que nadie te obligue a ser otra persona, 
que nadie te cambie y que nadie te haga caminar por donde no quieras ir, porque ahora eres una niña pero un día serás 
una mujer, una mujer libre y sin miedos.
Pero hasta que llegue ese día, mis 
brazos mágicos siempre estarán ahí 
para ahuyentar miedos, secar lágrimas, hacer cosquillas, darte abrazos y en definitiva para darte todo el amor del mundo.
Eso es ser madre.

                                            Fdo: Mamá 

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LA FELICIDAD ERA ESO


Sin duda lo más terrible que recuerdo fue la sensación de tener que dejar allí a mi hija después de haberla conocido, tras haberla sentido ya mía, nuestra.
Creo que jamás experimentaré ansiedad mayor en mi vida como la que me produjo aquel viaje a Rusia, donde el tiempo pareció detenerse tras la llamada que reclamaba nuestra presencia allí. Apenas pasaron unos días, los más eternos de mi vida. Tras decenas de exámenes fisicos y psicológicos, papeles y más papeles, dinero y más dinero, el momento había llegado.
Cuando crucé el umbral de aquella puerta y vi sus ojos buscando los míos, creí desvanecerme. Allí estaba ella, nuestra hija, tras un embarazo de más de cinco años. Ya no escuchaba las palabras que me explicaban qué era lo más acertado que debía hacer al estar frente a ella. Carmen tenía apenas cinco meses y, si bien nunca había imaginado encontrarme con un bebé rollizo, lo que vieron mis ojos me hirió como si me hubiese atravesado un cuchillo. La niña tenía una delgadez extrema, los pómulos se le marcaban como jamás antes había visto en un bebé, los ojos curiosos que me miraban parecían sumergidos en un profundo orificio. La mirada triste, los movimientos enlentecidos, apoyada sobre aquel colchón que no mediría más de dos centímetros de altura. Un pañal que parecía que hacía días que no se cambiaba. La cara sucia, los mocos cayendo casi hasta el cuello…Eso es lo que recuerdo de mi parto. Eso, y las miradas del resto de niños que había en aquella sala, más mayores, algunos pasados ya los ocho años, que veían desvanecer su sueño de ser por fin rescatados de aquel lugar. Me atravesaban el alma.
Mi marido intentaba casi sin éxito sostener el peso que mis piernas no aguantaban. “Hija mía, mi pequeña…” eran las palabras que como disco rallado se repetían en mi cabeza.
Me acercaron una silla y pude cogerla en brazos, a pesar de las recomendaciones de que no lo hiciese, alegando que no sería positivo ni para la niña ni para mí.  Ella en cambio pareció estar esperando ese momento con el mismo ansia que yo. Era tan linda… Quise parar el tiempo en aquel preciso instante, quise salir corriendo con mi hija en brazos, apartando de mi camino a todo aquel que intentase frenarme, quise huir de aquel horrible lugar que tanto me estaba dando, pero tiñendo de amargo el momento que debía ser el más dulce de mi vida…
Ninguna de las sensaciones experimentadas con la niña en aquellos apenas treinta minutos pudo compararse con la locura de tener que dejarla de nuevo en aquella ¿cuna?, sabiéndola mía, sintiéndola ya parte de mí…
Y la separación. La distancia. La vuelta a España dejando allí lo más grande que el destino me había dado hasta el momento. La espera. La desesperación. La duda sobre su estado. El miedo. La obsesión por escuchar esa llamada telefónica. El insomnio. La locura. La locura. La locura.
El segundo viaje fue doblemente eterno. Habían pasado cuatro meses. A mí me pareció que habían pasado cuarenta, pero lo cierto es que tuvimos suerte. A veces los últimos trámites pueden durar más de un año.
Cuando cruzamos por última vez la puerta de aquel orfanato con nuestra niña en brazos, el mundo parecía otro. El sol asomaba con un brillo especial, la nieve parecía más blanca que nunca, los árboles lucían más frondosos y la gente por la calle parecía sonreírnos. La felicidad era eso, acabábamos de descubrirlo.

                                                               (Suspiro) .


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Nunca imaginé
que mi piel sería 
tu abrigo,
que mis labios
besarían eternamente 
tu mirada.
Nunca imaginé 
que envolvería mi vida
en papel de regalo,
que mis ojos 
firmarían cada paso
que tú dieras.
Nunca imaginé 
que esculpiría mi cuerpo
con dos palabras:
Madre e Hijo.

(MAR Ketamina) 


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DIAS Y NOCHES


Días y noches,
entre llantos y alegrías,
esfuerzos  no reconocidos.

Días y noches,
En un mar de dudas,
Pensando que te puede pasar.

Días y noches,
Que parecen eternos,
Agotados y sentidos.

Días y noches,
Que pasan rápidamente,
y ahora añorados.

Días y noches,
Pensando que volverán esos días,
Y que me necesitaras.

Días y noches,
Hijo, que te tuve conmigo y,
No lo supe apreciar.

Días y noches,
Que sigo pensando en ti,
Y tu parece que no estas.

Días y noches,
Aceptando que creces,
En otro lugar.

Días y noches,
que te seguiré queriendo,
y ofreciéndote mi ayuda.

Días y noches,
De llantos inconsolables,
Por no poderte hablar.

Días y noches,
Sentidos y debidos,
Que tengo miedo de olvidar.

Días y noches,
Madre e hijo,
Que simplemente no puedo evitar.

A mi madre y a mi hijo,
Os quiero.




FDO: ANGEL.

27 de abril de 2019.
                                                                                                                                                                    

                             

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                                                                                                                    23 de abril 2019, Día del libro.



EL PRECIO DE UNA VIDA



                                                                                                                                  
                                                                                                                                    Susana Rivero Viñas


                                                                          “Una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja”  Proverbio italiano.

Aquel día, al despertarse, Patience supo que había llegado el momento. La vida en Níger era dura, y si lo era para un adulto, cuánto más no lo sería para un bebé. Sospechaba que volvía a estar encinta, por tercera vez, y los dos hijos que habían nacido de su vientre habían fallecido debido a la misma causa: la desnutrición y las condiciones extremas que les había tocado vivir.

El primero había sobrevivido apenas cuatro días mientras ella buscaba el alimento que sus senos no podían darle. La fiebre puerperal sobrevino pronto, y la falta de medicamentos unida a su déficit nutricional hizo que en sus mamas el niño no encontrase alimento. Fue testigo de cómo, poco a poco, la piel del recién nacido se iba volviendo seca y sus músculos, que nunca tuvieron un buen tono, iban languideciendo con el paso de las horas. El bebé intentaba succionar con avidez de sus vacíos y fláccidos senos, al igual que lo hacía cuando le introducía su dedo meñique en la boca, para percibir entre lágrimas la sequedad de su paladar.

El segundo no había corrido mejor suerte. Había disfrutado de tan sólo once días de vida más que su hermano. A éste le había alimentado con pequeñas dosis de agua con remolacha, a la vez que alimentaba la esperanza de mantenerlo a su lado. Pero el bajo estado de sus defensas junto con la mala calidad del agua, hicieron que los vómitos y la diarrea le matasen, víctima de una gastroenteritis aguda.

Sabía que si su tercer hijo nacía allí, lo mismo ocurriría. El tiempo había pasado, era cierto, pero en nada había cambiado su situación. Trabajaba de sola a sol para conseguir un poco de arroz y algún pedazo de pan que debía administrar para que les durase toda una semana. En tanto, su marido pasaba largas temporadas fuera de casa en busca de un trabajo mejor, el que pusiese fin de una vez a una situación tan precaria.

La noche anterior había decidido que, si al despertarse aún no tenía el período, iba a buscar la forma de llegar a España. Había escuchado hablar en múltiples ocasiones de lo difícil que aquello resultaba, pero también habían llegado a sus oídos los rumores de aquellos que lo habían conseguido, y de cómo les había cambiado la vida. Debía intentarlo. Lo haría por su hijo, aquel que parecía crecer en sus entrañas.

Se vistió e intentó arreglar sus encrespados cabellos, quemados debido al intenso sol al que se exponían cada jornada. Salió de aquel montón de basura al que había aprendido a llamar hogar. Sabía bien dónde se dirigía. Había oído hablar cientos de veces de “El flaco” un hombre de raza blanca que se dedicaba a ayudar a los más desfavorecidos a abandonar el país para alcanzar el “sueño europeo”.

Caminó varias horas, dejando atrás su aldea para adentrarse en un lugar mucho más civilizado. Las viviendas fabricadas con cemento y ladrillo se abrían ante sus ojos. Aquel era un lugar mucho más hermoso para vivir, pero no el que ella deseaba. Las mujeres caminaban por las calles con sus hijos envueltos en enormes túnicas, y en sus rostros la misma desolación, la misma necesidad de ayuda que en el suyo propio.

Preguntando a varias personas finalmente se vio frente a la casa del que podía ser su salvador. Tomó aire y llamó a la puerta. Fue recibida por una mujer que la acompañó hasta la sala donde debía esperar. Habían pasado tan sólo unos minutos cuando “El flaco” se presentó ante ella. Era un hombre de unos cincuenta años, con una obesidad importante y gesto tranquilo. La observó de pies a cabeza, con las manos en los bolsillos, deleitándose en sus senos y sus angulosas curvas antes de pronunciar palabra. Sabía bien lo que había ido a buscar, no necesitaba muchas explicaciones. Lo único que tenía que comprobar era “si valía”, si era una buena inversión para un futuro no muy lejano. La guió hasta una habitación donde se quedaron solos, y entonces le explicó las condiciones: no era cosa fácil conseguir cruzar a Europa, y sólo unos pocos podían conseguirlo. Era un viaje muy caro, pero él estaba dispuesto a hacerle un préstamo, siempre y cuando ella se comprometiese a devolverle hasta el último céntimo cuando comenzase a ganar dinero. Él se ocuparía de encontrarle un trabajo, pues le haría llegar hasta una mujer amiga suya que vivía en España y ella se encargaría de todo.

Patience asentía sin mediar palabra, escuchando con atención las palabras de aquel hombre. Finalizado el monólogo, él la ordenó que se desnudase. Se quedó estupefacta ante aquella petición, pero pensó que no le quedaba otra opción que obedecer. Se quitó tímidamente la túnica que la cubría y ésta cayó al suelo, acompañando a su dignidad. Los ojos de “El flaco” se abrieron desmesuradamente al verla. Acercó sus frías manos a su cuerpo y ella dio un respingo, mientras le susurraba al oído que no temiese, que nada malo le iba a suceder. En aquel momento Patience se dio cuenta de que aquel hombre sólo tenía cuatro dedos en su mano derecha, pero perfectamente colocados, como si siempre hubiesen estado así. Sentía cómo esa mano la recorrían mientras emitía sonidos de placer ininteligibles.

Estaba asqueada, sentía ganas de vomitar y pensó no poder soportar más aquella situación, le dio tiempo incluso a arrepentirse de haber llegado hasta allí. Su cuerpo totalmente rígido pedía a gritos que aquello terminase por fin, pero no había hecho más que empezar. Cuando sintió los labios de él acercarse a su pecho quiso salir corriendo, pero la fuerza de aquel hombre le decía que no tenía escapatoria. Fue violada repetidas veces hasta que él se sintió tan complacido como para dejarla volver a casa. Antes de despedirla, acordó volver a verla la semana siguiente, para cerrar el trato y ultimar las condiciones.

En el camino de vuelta intentó asimilar lo que había ocurrido. ¿Era ese el precio que tenía que pagar por abandonar el país? ¿Ser humillada hasta tal extremo? Pensó que no estaría dispuesta a ello, que se echaría atrás, que nunca más volvería a ver a ese hombre… Pero, ¡era tan egoísta por su parte pensar solamente en ella! Así que se juró a sí misma que haría lo que fuese para que su hijo pudiese tener una vida digna, lejos de la miseria que les asolaba.

A su llegada a casa, varias mujeres esperaban impacientes en la puerta. Salieron corriendo hacia ella nada más verla. Patience no podía creer la terrible noticia, su desgracia no era nada comparada con lo que le esperaba: su marido, que llevaba varios días fuera de casa, había sido encontrado muerto a kilómetros de allí, casi devorado por los buitres. Un cordón rojo que portaba en su muñeca era la prueba de que no había duda. Por unos instantes perdió la visión y se tambaleó. ¿Qué más podía sucederles? ¿Qué habían hecho para merecer tanta tortura?

Si aún albergaba alguna duda, ya no había nada que la aferrase a Níger. Decididamente se marcharía.

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Han pasado varios meses desde su primera conversación con “El flaco”. Ha debido hacerle varias visitas, siempre con el mismo ritual. Le aborrece. Le odia. Le desprecia. Le desea la muerte. Pero por fin, parece que ya está todo organizado. Le había dicho que no iría sola, que tendría “compañeros de viaje”. Y así ha sido.

Lo que ella no puede imaginarse es que su deseo pronto será cumplido. En un ajuste de cuentas “El flaco” será malherido y perderá la vida. Una vida llena de infamias y abuso de poder. Una vida llenando de esperanza otras vidas. En este caso, otras dieciocho. Junto a ellas y el conductor emprende el viaje en un Jeep que les conducirá por Niger, Mali y Argelia, hasta llegar a Marruecos. Dos duros meses de hacinamiento, con carencia absoluta de medios de higiene y escasos alimentos. Dos meses en los que la mirada a un paisaje tan inerte le recuerda que tan vacía como aquel espacio está su vida, y su hijo será la dicha que la transforme.

Atraviesan el desierto y la cordillera del Atlas hasta llegar a la frontera marroquí, con  Tánger como destino. En uno de sus bosques llegan a un campamento improvisado donde conviven cientos de personas que, como ella, anhelan una vida mejor.

Al bajarse del coche, con los huesos entumecidos tras largas horas sin ni siquiera poder cambiar la postura, el corazón de Patience late con rapidez: sabe que ya está cerca. Lo que no imagina es que aún le quedarán varios meses antes de poder pisar suelo español y ser ¿libre?

En Tánger la vida no es fácil. Las personas que “cuidan” de ella la obligan a salir a la calle siempre acompañada de un hombre. No pueden permitir que sea violada y contagiada antes de comenzar con su trabajo. Es la única forma que tendrá para saldar su deuda.  Pero cuando pasan los meses y su vientre comienza a abultarse, saben que ya no hay peligro: en Marruecos jamás una chica embarazada es acosada. Algunas de sus compañeras lo saben, y no salen a la calle si no es con un cojín bajo la ropa.

Ese día llegará la recta final del camino: a los dirigentes de la operación les ha sido difícil organizar las pateras y sobornar a los policías que estarán de turno, el tiempo se ha hecho eterno para los que esperaban, pero ya está conseguido. Una sonrisa se dibuja en los labios de Patience y el nerviosismo la recorre de nuevo. Se le hace un nudo en el estómago y parece incluso sentir contracciones. No es de extrañar, ya supera  con creces su día de fin de cuentas.

Al llegar la noche, se disponen a partir. En la orilla, una patera de color gris les espera, camuflada junto a la maleza. Al subirse, ve como varios de sus acompañantes en ese largo viaje arrojan al mar su documentación. Esperan de esta manera no ser deportados. Ella hace lo mismo. Jamás deberán decir su país de origen, les han advertido. De todos modos, en su situación, varias mujeres ya le han dicho “tu bebé son tus papeles, no te preocupes”.

La sensación es extraña. Plena oscuridad, y sin nada firme bajo los pies. Su primer contacto real con el mar no es como le hubiese gustado. A pesar de todo, no tiene miedo.

Tras más de diez horas en posición fetal, abrigada con varias capas de ropa para evitar la hipotermia, los dolores comienzan a ser más fuertes. Insoportables, imposibles de sobrellevar en esa postura. Su ropa está húmeda, una humedad fría que le cala hasta los huesos. Pero lo que hay en su entrepierna es un líquido caliente que casi agradece. Comprende que ha roto aguas y además es su tercer parto. Sabe que será inminente. Como pueden, le hacen un sitio a la parturienta que es atendida por dos mujeres. El llanto del niño rompe el silencio de la noche. Es un hermoso bebé de nariz ancha y pelo tupido y rizado, pero de tez casi blanca. Suerte que una bovina de hilo de pescar ha sido olvidada en el barco, y es su solución para atar el cordón umbilical, cortado con los propios dientes de la madre. Un cesto de esparto hace de improvisada cuna, atado al borde del barco, pues la posición que debe adoptar su madre no le permite llevarlo en brazos, y en el interior de la patera no hay sitio ni para un alfiler.

La travesía se está alargando más de lo normal. Llevan casi catorce horas de trayecto. De repente, alguien percibe que se avista la orilla, pero parece que hay guardacostas. El murmullo despierta al bebé que rompe a llorar. Una fuerte luz se cierne sobre ellos, no les deja abrir los ojos. Los nervios y la incertidumbre empujan a los inmigrantes a lanzarse al agua. Gritos de “socorro” inundan el ambiente, la desesperación se palpa a kilómetros de distancia. Tras un rato, se hace de nuevo el silencio.

Un grupo de voluntarios recibe una patera que parece llegar solitaria a la costa de Algeciras, hacia las diez de la mañana. En el fondo, el cadáver de una mujer de raza negra, envuelta en un charco de sangre que parece proceder de su entrepierna. En el resto de su cuerpo, traumatismos y hematomas, muestra de pisotones y aplastamientos. El horror marcado en su rostro. En una de sus manos, aferrados, un trozo de cordón umbilical y una pulsera roja. Al bajar el cadáver de la patera, una de las voluntarias, con el alma destrozada, descubre algo. En uno de los laterales de la barca, totalmente mojado y paralizado, un bebé yace envuelto en varias capas de ropa, dentro de un cesto de pesca. Milagrosamente está vivo.

Al desnudarle para secarle e intentar que se caliente de camino al hospital, descubren que el pequeño luchador posee una característica que le hace único: sólo tiene cuatro dedos en su mano derecha.



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OS PRSNTO A M HIJO :)

Madrid, 1918.
–  ¡Vamos, empuja! ¡Venga, coge aire! ¡Un poco más fuerte! ¡Ya casi está aquí!
El sudor resbala por el rostro de Ana que, agotada, cree que no será capaz de parir a su hijo.
– ¡No puedo más…! –responde, al límite de la extenuación.
– ¿Cómo no vas a poder? ¿Conoces alguna mujer que se haya quedado con su hijo dentro? ¡Tiene que salir, vamos!
Su madre le da aire con un abanico y ella parece tomar fuerzas de flaqueza.
Agua caliente para dilatar la zona del periné y varias toallas limpias para envolver al recién llegado esperan preparadas junto a su cama.
Un último empujón y el niño asoma la cabeza. Una maniobra precisa de giro consigue que salga el resto del cuerpo.
Un ruido delata que se abre la puerta principal. Alejandro, el padre del recién nacido, ha llegado lo antes que ha podido. En cuanto le ha llegado el  aviso, ha dejado su trabajo en el campo y se ha subido al borrico para regresar a casa a toda prisa.
– Enhorabuena, es un varón sano y fuerte – le dice la comadrona, abriéndole el paso para que se acerque a la cabecera donde su esposa reposa con el pequeño.
Madrid, 1980.
– ¡Vamos, empuja! ¡Venga, coge aire! ¡Un poco más fuerte! ¡Ya casi está aquí!
El sudor resbala por el rostro de Elena que, agotada, cree que no será capaz de parir a su hijo.
– ¡No puedo más…! –responde, al límite de la extenuación.
– ¿Cómo no vas a poder? ¿Conoces alguna mujer que se haya quedado con su hijo dentro? ¿O acaso quieres una cesárea? ¡Tiene que salir, vamos!
Una enfermera le da aire con una batea y ella parece tomar fuerzas de flaqueza.
Vaselina para dilatar la zona del periné y varios paños estériles para envolver al recién llegado esperan preparados junto a la camilla.
La puerta del paritorio se abre y una enfermera se asoma con curiosidad.
– ¿Falta mucho? El padre de la criatura dice que ya no puede esperar más, que lleva horas en la sala de espera…
Un último empujón y el niño asoma la cabeza. Una maniobra precisa de giro consigue que salga el resto del cuerpo.
– Ya está… Dile al afortunado padre que tiene un varón precioso. En unas horas podrá conocerle  -dice sonriendo mientras se lleva al bebé a la sala contigua.
Madrid, 2000.
-¡Vamos, empuja! ¡Venga, coge aire! ¡Un poco más fuerte! ¡Ya casi está aquí!
El sudor resbala por el rostro de Paula que, agotada, cree que no será capaz de parir a su hijo.
– ¡No puedo más…! –responde, al límite de la extenuación.
– ¿Cómo no vas a poder? ¿Conoces alguna mujer que se haya quedado con su hijo dentro? ¡Venga, si con la epidural el dolor es mínimo! ¡Tiene que salir, vamos!
Su marido le da aire con unos cuantos folios y ella parece tomar fuerzas de flaqueza.
Vaselina para dilatar la zona del periné y varios paños estériles para envolver al recién llegado esperan preparados, templándose al calor de una cuna térmica.
Un último empujón y el niño asoma la cabeza. Una maniobra precisa de giro consigue que salga el resto del cuerpo.
El padre observa atónito la impactante escena. Es algo que jamás podía haber imaginado. Ver a su hijo frente a él nada tiene que ver con las ecografías. El milagro de la vida se muestra ante sus ojos. Cuando la enfermera coge al bebé para secarlo y pesarlo, besa a su mujer con dulzura. Al fin su hijo está con ellos.
Madrid, 2014.
-¡Vamos, empuja! ¡Venga, coge aire! ¡Un poco más fuerte! ¡Ya casi está aquí!
El sudor resbala por el rostro de Rosa que, agotada, cree que no será capaz de parir a su hijo.
– ¡No puedo más…! –responde, al límite de la extenuación.
– ¿Cómo no vas a poder? ¿Conoces alguna mujer que se haya quedado con su hijo dentro? ¡Venga, si con la epidural el dolor es mínimo! ¡Tiene que salir, vamos!
La enfermera le acerca al padre una batea de cartón para que le de un poco de aire, pero él tiene las manos ocupadas grabando la escena con el teléfono móvil, y ni siquiera se da cuenta.
Vaselina para dilatar la zona del periné espera lista para ser utilizada. El pecho desnudo de la futura madre está preparado para acoger con su calor al pequeño recién llegado.
El padre murmura entre dientes “Vaya mierda, se me está acabando la batería… ¿Falta mucho?” grita dirigiéndose a la matrona.
Un último empujón y el niño asoma la cabeza. Una maniobra precisa de giro consigue que salga el resto del cuerpo.
La matrona pone al bebé sobre su madre, piel con piel. Al ver que el niño ha nacido, el padre interrumpe la grabación. “Sonríe, cariño, voy a haceros una foto”.
Una sonrisa forzada aparece en el agotado rostro de la madre, que se mesa el cabello sin mucho éxito.
Puede ver la ilusión en el rostro de su marido. El momento tantas veces soñado ha llegado. Al fin son papás. Además, el padre ha podido presenciar la escena, no como tenía oído que le ocurrió a sus abuelas, cuando los hombres no participaban en un momento que se consideraba puramente de mujeres. También había tenido el privilegio de poder mantenerse unida al recién nacido desde el primer segundo, y no como tantas veces le había narrado su madre que se hacía antes, cuando nada más nacer la separación era inminente. Incluso su hermana mayor unos pocos años antes no había podido disfrutar de la sensación de tener al bebé en su regazo nada más nacer.  Menos mal que todo ha cambiado y a ella le ha tocado vivir un parto totalmente humanizado. Sin embargo, a pesar de una situación que parece tan idílica, no puede dejar de pensar en la pena que siente al darse cuenta de que su marido ni siquiera ha visto el rostro de su hijo en vivo, sin estar reflejado en una pantalla. Pero la prioridad ahora es enviar por Whatsapp la foto de su mujer con su primogénito y, si le llega la batería, colgarla en Twiter y Facebook.
Y nota que, a pesar de la cercanía de su marido, a sólo unos pocos centímetros, el sentimiento que inexplicablemente prima es el de la más absoluta soledad.

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Maximina Pedraza, nodriza de don Alfonso XIII y el Príncipe


 EL RASTRO DE LA SERPIENTE



Desde que tuvo uso de razón, supo cuál sería su destino. Había nacido en Cantabria, en el valle del Pas, una zona que presumía de tener la mejor leche de madre de toda España. Haber nacido allí significaba también que no tenía antepasados judíos, árabes ni moriscos, pues aquellas razas jamás habían poblado la zona, con lo cual su sangre estaba limpia. Además, era morena; por todos era sabido que la leche de las mujeres rubias no gozaba de la misma calidad que la de las que lucían el pelo oscuro. Estaba vacunada y no había padecido enfermedades de la piel. Y, por último, su complexión era fuerte y sus pechos grandes y tersos. Poseía todas las cualidades para, cuando llegase el momento, cambiar su modesta vida por los lujos del hogar de una familia acomodada. Porque ser nodriza significaba eso: vivir en una mansión, con una habitación propia, tener la mejor alimentación, muchas horas de descanso y todos los favores de los padres de la criatura.

El momento había llegado. Tenía veintidós años y hacía un mes que había parido a su segundo retoño. Sin embargo, ella no lo veía tan claro. Aceptar su destino la obligaba a abandonar a su familia, al menos durante el tiempo que durase el amamantamiento, por lo general unos dos años. Significaba dejar atrás su casa, sus costumbres, los días en el campo que la había visto crecer, su vida. Significaba sobre todo tener que separarse de Ñevis, su hija mayor y del pequeño Yurde, su bebé. Y es que los lujos no llamaban su atención. Era una mujer sencilla, que se conformaba con que a los suyos no les faltase una ración de comida, y que adoraba ver transcurrir los atardeceres de invierno mirando el fuego de la chimenea mientras conversaba con su marido sobre cómo había ido la jornada, cómo de fértil era el terreno plantado ese año, y cuánto estaba creciendo su pequeña Ñevis, a la misma vez que se iba abultando su vientre gestante.

Su madre, sin embargo, tenía muy claro que debía aprovechar la oportunidad que la vida le concedía. En los tiempos que corrían, casi a mediados del siglo XX, comenzaba a popularizarse el uso del biberón, y aunque aún eran pocas las familias pudientes que alimentaban así a sus bebés, quizás por el miedo ante lo hasta entonces desconocido, sabía que pronto el trabajo de nodriza comenzaría a escasear. Conocía a muchas jóvenes de su misma edad que aspiraban a convertirse en amas de cría, pero sabía que ninguna pareja aceptaría acogerlas, pues no gozaban el mismo estado de salud y la lozanía de su hija.

Y allí estaba ella, subida en la carreta de su vecino Cibriá, vendedor ambulante que recorría España para ganarse el jornal con los productos cultivados en su tierra. A cambio de siete panes que había amasado ella misma, habían acordado que la llevaría hasta Granada, después de cruzar el país de norte a sur. Allí, frente a la fachada principal de la Catedral, en la que luego pasaría a llamarse Plaza de las Pasiegas, se expondría para que una de las burguesas embarazadas y a punto de parir que frecuentaban la zona para tal fin, la escogiese entre decenas de mujeres en su misma situación. Si tenía suerte podría incluso ser elegida por alguna pareja de nobles, como soñaba su madre. Le había advertido muy bien. “Recuerda, no dejes que ninguna otra mujer ni animal hembra coma de tus sobras, o perderás la leche, como le pasó a la Jimena. Cuida que los pañales del niño jamás sean expuestos a la luz de la luna, y nunca se te ocurra beber mientras lo amamantas. Sería una auténtica desgracia que perdieses aquello que te dará sustento”.

Viajaba acompañada de Laro, un pequeño cachorro mezcla de dos chuchos callejeros que había conseguido en el mercado local a cambio de unas pocas mazorcas de maíz. Daba igual su linaje. Le necesitaba porque sería imposible mantener la producción de leche en un viaje de varios días sin un mínimo estímulo. Así que lo amamantaba cada vez que el cachorro comenzaba a gemir, sintiendo cómo la lengua del animal se movía bajo sus pezones mucho más ágilmente que la de su bebé recién nacido. Veía resbalar por entre su hocico ese líquido blanco tan cotizado, y podía observar cómo sus pequeños ojos se entrecerraban del placer que le suponía esa succión que le llenaba el pequeño estómago. Cibriá miraba hacia atrás cuando escuchaba los pequeños lamentos de Iduna, al sentir la punzada de aquellos pequeños dientes afilados como alfileres, negando con la cabeza en una muestra de compasión. Bien sabía él que la chica no quería emprender aquel viaje, y que si lo había hecho no era sino por la terrible desgracia que las últimas tormentas habían traído a su familia al destrozar la mayor parte de su cosecha. De otra manera, ni se lo hubiese planteado.

Al fin llegaron a la capital andaluza. La mañana era resplandeciente. Lástima que el corazón de Iduna no se sintiese igual. Se despidió de su vecino entre sollozos, y acarició con cariño a la pequeña criatura que había sido su fiel compañero de viaje.

Caminó con paso firme por aquellas calles, admirando su arquitectura, dándose cuenta del nuevo mundo que se abría ante sus pies, cuya llave sus senos poseían.

Para la familia Laurens, fue un amor a primera vista. Llevaba la mirada de nodriza en los ojos. Aquella vieja bolsa entreabierta de color negro con las pocas pertenencias que poseía, la delataba. Aquellos pechos, prominentes por la reciente subida, atrajeron rápidamente su mirada.

El bebé de la pareja nació a los pocos días. La impaciencia había invadido a aquellos padres, conscientes de que si no nacía pronto, ese oro blanco desaparecería de los senos de la chica. Pero, sorprendentemente, Iduna parecía tener más leche cada día. Sus pómulos lucían rosados y su aspecto era excelente. Sin duda la buena comida y el descanso estaban dando sus frutos. El matrimonio se desvivía en cumplir todos sus antojos y procurarle el mejor de los cuidados. Eran conscientes de que el buen estado físico y moral de su hijo dependían de aquella muchacha.

Sin embargo, a los pocos días del nacimiento de Fernando, la salud de la joven comenzó a resentirse. Se sentía cansada, pálida, ojerosa. La pareja de recién estrenados padres empezó a preocuparse por el bienestar de su primogénito. El bebé se veía sano, despierto, pero no parecía crecer. Los faldones de la primera puesta seguían quedándole como un guante a pesar de contar ya con casi tres semanas de vida. La ropita nueva, de tallas mayores, se agolpaba en el chifonier, a la espera de ser estrenada. Sin duda parecía brujería. El pecho se veía turgente, pero no parecía ser suficiente fuente de alimento.

Ante el empeoramiento paulatino de Iduna, decidieron probar si la mala salud de ambos se debía a la creencia popular que pocas veces había sido demostrada: que por las noches, mientras nodriza y bebé dormían, una serpiente se interponía entre el pecho y el niño, y era ella la que recibía la leche de la madre mientras le metía al niño su cola en la boca para calmarle. Por suerte era fácil de probar: bastaba con derramar un poco de ceniza junto a la puerta para ver si el animal dejaba rastro al cruzarla. Y así lo hicieron.

A los dos días, Iduna estaba de vuelta a su pueblo natal. Junto a ella, su bolsa de equipaje de color negro, que volvía siendo mucho más pesada que al inicio del viaje.

La presencia de la serpiente había sido confirmada. El rastro del reptil había quedado grabado sobre la ceniza. El origen de la falta de leche había sido descubierto. La familia Laurens, temiendo por la salud de su retoño si seguía siendo amamantado por el seno en el que una serpiente había puesto su venenosa lengua, decidió prescindir de los servicios de Iduna, no sin antes pagarle de forma más que generosa por su trabajos, conscientes de que la muchacha no había sido la culpable de su mala suerte.

De repente, un gemido se escuchó en la carreta de Cibriá. El pequeño Yurde demandaba su ración. Hacía ya cuatro horas que no había tomado alimento, y a sus dos meses y medio su llanto era fuerte y vigoroso, imposible de confundir ya con el gemido de un cachorrito perruno. Cibriá abrió los ojos como platos cuando vió a Iduna sacar de la bolsa el rollizo cuerpo de su segundo hijo.

Había sido nodriza, sí. Pero no por eso quiso renunciar a cuidar de su bebé de apenas un mes. No era justo que otra madre amamantase a su hijo mientras ella le regalaba a un desconocido lo que a nadie más pertenecía. Lo que no podía imaginarse era que Yurde le iba a demandar tanto, hasta el punto de dejar apenas sin sustento a Fernando, su hermano de leche. Porque en cuanto se revolvía en su lecho le ofrecía el pecho, no podía permitir que llorase y fuese descubierto. Así que se pasaba la noche amamantando a uno y a otro: a un bebé que  succionaba con ansia para conseguir lo que creía solo suyo, y al otro que encontraba siempre el pecho casi vacío, pues la fuerza de succión de un niño dos meses mayor le dejaba apenas sin reservas. Ahí residía el origen del cansancio de Iduna, y ese tinte negruzco bajo sus ojos. Su madre le había advertido también de la presencia de esas serpientes, otra amenaza contra la buena producción de leche. “Son capaces de olerla a kilómetros”, le había dicho. Bien sabía ella que, si conseguía simular el trazo que el supuesto reptil habría dejado en el suelo, pronto estaría de vuelta a casa. Con su hijo y con una buena cantidad de dinero y valijas, lo suficiente como para subsistir a la espera de la cosecha del año siguiente.





SOY PREMATURO

Cómo decirte que no estoy hecho todavía
que tengo agua en los pulmones,
que el cordón por el que sangras
es el vínculo irrompible
entre mis alas y tu cuerpo.
Cómo decirte que no estoy hecho todavía
que mis párpados son transparentes
y en el fondo de mis ojos
la luz es infinita.
Cómo decirte que no estoy hecho todavía
al nido de canciones que susurras
ni a las manos calientes
que arropan mi bandera blanca.
Cómo decirte que no estoy hecho todavía
al gris surcado de tu cerebro,
que tengo en tu pecho
una dulce nana que me alimenta,
que quiero seguir flotando
en los sueños de cada mitad
y leer en otro idioma
los meses que no pasaron.

 @Borobialcala









M-AMANDO A ESCONDIDAS

Llevaba meses planificando su viaje. Su mente se debatía entre la ilusión por ayudar a los que más lo necesitaban y su miedo ante lo que sabía que iba a dolerle. Todas aquellas personas que no tenían absolutamente nada… El viaje a Senegal sin duda marcaría para siempre su existencia. Eso lo sabía. Lo que no imaginaba era cuánto.
La enfermería había sido para ella una pasión. Desde siempre supo que quería dedicarse al cuidado de los demás, y estudió con ahínco para conseguir su acceso a la universidad y finalizar el grado con éxito. Y también sabía que quería dedicarse a los más pequeños. Se especializó en enfermería pediátrica, y tanto le gustó el mundo neonatal y perinatal, que decidió también cursar la especialidad de matrona. Así pues, su formación era justo lo que necesitaban en el tercer mundo. Bien era cierto que había llegado una desgracia a su vida que había precipitado que tomase aquella drástica decisión: tres meses atrás un terrible accidente había terminado con la vida de Sebastián, su marido desde hacía siete años, y Carlos, su bebé de apenas cinco meses.
Había hecho verdaderos intentos por normalizar su vida, pero era imposible. Las personas de su alrededor le decían que era cuestión de tiempo, que todo estaba demasiado reciente. Pero ella sabía que, si bien el tiempo lograría atenuar esa pena que le ahogaba, los recuerdos que estaban presentes en cada rincón de su existencia impedirían que volviese a ser feliz.
Realizó el curso de cooperación internacional, y se impregnó de los consejos para llevar a cabo su misión de la mejor manera: prepararse para ver casos impactantes y no involucrarse emocionalmente con sus pacientes. Iban a ser dos meses intensos. Intensos y enriquecedores.
La poliomielitis y el paludismo estaban a la orden del día. También había muchos casos de diarrea, anemia y deficiencia de yodo. Un gran porcentaje de niños nacía con muy bajo peso. Las “incubadoras maternas” era lo único que podía salvarles, y sus madres pasaban horas y horas con sus hijos “en canguro”, a pesar de que casi no podían ni mantenerse en pie.
Una noche, una mujer embarazada paralizada por el dolor acudió al puesto donde Rebeca trabajaba. Era evidente que el parto estaba cercano. No tardó ni dos horas en dar a luz. El bebé era pequeño, su experiencia le decía que no llegaría a un kilo y medio, aunque sus rasgos denotaban cierta madurez. Lloró con fuerza nada más nacer.
Tras el alumbramiento, la madre comenzó a sangrar de manera exagerada. Rebeca quiso administrarle oxitocina, pero cuando fue a buscarla al botiquín descubrió que no quedaba ninguna ampolla. Quiso morir en ese momento. Comenzó a masajear su útero con fuerza, con movimientos rápidos e impulsivos. Pero no era suficiente. Empezó a ver cómo aparecían livideces, y cómo la mujer perdía la consciencia mientras llegaba de forma inevitable el cruel desenlace. La vista se le nublaba por las lágrimas, y en ese momento le apeteció huir de allí, volver a la comodidad de su casa, a la tranquilidad de su puesto en el hospital.
El pequeño succionaba con avidez la fórmula artificial que le suministraba cada tres horas. Algunas noches, Rebeca se lo llevaba al dormitorio y lo metía en su cama, para que recibiese el calor que su madre jamás pudo darle. Las lágrimas empañaban sus ojos recordando esos momentos pasados con su bebé, apenas unas semanas antes.
Aquel miércoles, el camión que llegaría con el nuevo suministro de leche para las semanas siguientes no apareció. Había sido asaltado por un grupo de jóvenes armados en el bosque de Borofaye, cerca de la frontera con Guinea Bissau. Todos sus ocupantes habían muerto por heridas de bala. La carga, saqueada.
Mientras que el resto de niños del hospital tenían la leche de sus madres, a las que se les intentaba procurar el mejor alimento, el pequeño Martín no tenía esa suerte. Comiendo con leche diluida más de la cuenta, para aprovechar las pocas reservas de las que disponían, su salud comenzó a deteriorarse. A pesar de que no había báscula en el centro, era evidente que el niño, no es que no ganase peso, sino que lo perdía. Hacía ya casi una semana que no se alimentaba bien, y la nueva provisión de leche no llegaba.
Una noche, mientras yacía en la cama con Rebeca, el pequeño acercó sus labios al pecho flácido de la chica, y comenzó a lamer su camisón. Ella despertó al notar esa sensación, y descubrió que una pequeña gota había calado su ropa, justo a la altura del pezón. Su corazón comenzó a latir con fuerza. ¿Era posible que aún hubiese leche en sus senos? Hacía más de tres meses que había dejado de dar el pecho, y recordaba cómo la turgencia dio paso a la flaccidez de forma brusca. Pero ahora no había duda, su pecho drenaba de manera involuntaria al sentir el ansia del bebé que reposaba junto a su lecho. A pesar de la circunstancia, no se vio capaz de ofrecerle el pecho al bebé. ¿Qué pensarían sus compañeros? ¿Era ético hacerlo? ¿Estaba preparada? Su cabeza no encontraba respuesta.
Al día siguiente, al enterarse de que las provisiones habían sido saqueadas de nuevo por unos guerrilleros, su mente cambió de parecer. Comenzó a ofrecerle el pecho al bebé, a escondidas, como si su acto fuese algo repulsivo. La culpa, la vergüenza… podían más que el ansia de vivir del pequeño. Pero cuanto más succionaba él, más leche aparecía en el pecho de ella. Y volvió a vivir de nuevo las mismas sensaciones que con su pequeño Carlos, a pesar de que el delicado senegalés no había nacido de su seno. Aunque finalmente llegaron provisiones, el niño seguía buscando su pecho día y noche.
El fin del voluntariado llegó. El pequeño lucía fuerte y sano. Rebeca prefirió no despedirse de aquel bebé que tanta vida le había dado. Era demasiado difícil.
Cuando llegó a casa, al deshacer las maletas, encontró una nota firmada por su equipo de trabajo. “Gracias por demostrarnos que la humanidad está por encima de todas las circunstancias. Tu leche ha dado vida”. Rebeca sonrió.

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